jueves, 19 de noviembre de 2009

Todos, ciegos.




Por Débora Lara Salvatierra*

“¡Ve extraño, acude a las Ninfas, toma sus armas y hazte invisible, eso no te ayudará.
Mi hermana helará el aliento en tu garganta!
¡Allá va hermana, se acerca!”


-Del mito griego Preseo y la Gorgona-


Muchos se sienten atraídos morbosamente hacia el mundo de los ciegos, como Fernando Vidal Olmos[1], que en su delirio convirtió a los ciegos en monstruos pertenecientes a una secta que controlaba el mundo, o como los personajes de Saramago, que empezaron a perder la vista luego de estar cerca del primer ciego, el cual desató una epidemia, en la que todo el mundo quedó en tinieblas blancas. Las historias sobre estos personajes son muy comunes y en la literatura hay otras tantas que no he leído o que están por escribirse.

Confieso la intriga que me provocan estos seres que poseen cualidades que, los que tenemos -aparentemente- todos los sentidos, no podemos llegar a desarrollar.

Confieso también que temo dejar de ver, como en la epidemia de Saramago, por eso trato de no acercarme a los ciegos, por si acaso, no me gustaría darme cuenta de que en realidad todos somos ciegos, en cierta medida.

No queremos dejar de ver, necesitamos estabilidad, referencia, conocer, sabemos que las cosas existen porque las vemos, y luego las tocamos, los ojos son nuestra mejor herramienta para conocer el mundo. Luego de cada viaje mostramos las fotos que sacamos, los tickets de los museos a los que fuimos y todos los pequeños recuerdos que traemos con nosotros, únicos comprobantes de nuestra travesía, el signo icónico o indicial que corrobora nuestros relatos, nuestras anécdotas, si está en fotos es porque realmente pasó, no cabe duda de que estuvimos en Madrid y si vemos la fecha en la foto mejor, no hay lugar a réplica. Nuestros ojos nos muestran el mundo, tal como es.

Pero ¿qué pasaría si nuestros ojos, nuestros mejores compañeros de viaje nos abandonan? Y peor ¿Si no son sinceros con nosotros? ¿Si nos ocultan lo que les pasa…?
¿Podríamos confiar “ciegamente” en un sentido atrofiado, en un sentido que nos muestra ciertas partes de la realidad?
Pero ¿a qué le tenemos miedo?, ¿por qué no queremos dejar de ver?

El libro de Janichiro Tanizaki, El elogio de la Sombra, no solo enaltece a la sombra (que a mi entender es el contraste que brinda la luz al chocar con un objeto) sino que elogia la oscuridad total, esa “oscuridad densa de color uniforme, sobre la que rebota, como sobre un muro negro, la luz indecisa del candelabro, incapaz de reducir su espesura… me pareció que iban a meterse en mis ojos (las tinieblas) y, a pesar mío, parpadee[2] ”. Pareciera que la negrura de la sombra le da un encanto natural a las cosas, como si para los orientales, a los que refiere el libro, la luz fuera un obstáculo a los ojos, algo que no los deja ver.
¿Se ve mejor sin luz? ¿Todo es más bello en la penumbra?

No poder saber qué hay al otro lado o en el interior de esa densa oscuridad, tenemos miedo de chocar o de tocar algún monstruo que de pequeños no nos dejaba dormir o que permitía a nuestras madres tener la satisfacción de ver cómo tomábamos su horrenda sopa.
Si no podemos ver, podemos caer por la falta de referencia que tendría nuestro cerebro. Vacío, le tenemos miedo al vacío y a lo no conocido, no queremos ir por el mundo con los brazos abiertos y tener miedo de dar el siguiente paso, no queremos arrastrar los pies, tantear, hacernos daño, suficientes cosas desconocemos como para tener la carga de no saber por dónde vamos, no poder ver el camino.

De pequeña odié el juego de la gallina ciega, luego de las veinte vueltas con los ojos vendados, buscar a mis amigos con los brazos extendidos teniendo como referencia sus voces que me llamaban en todas direcciones, me sentía tan sola, tan desorientada, hasta que uno me tocaba y yo no podía atraparlo, se me escabullían, otra vez la soledad. Será que la oscuridad nos deja solos con nosotros mismos y qué peor situación la de quedarse con alguien a quien se conoce tanto y tan bien…

La oscuridad despierta a los peores monstruos que están dentro de nosotros, nuestros temores, nuestras iras, nuestra verdadera personalidad que bajo la luz se vuelve bella y que en la oscuridad nos es insoportable. No por gusto las paredes de los manicomios son blancas…
Cuando estamos a oscuras aparecen las hermanas de Medusa, las horribles Grayas que se pelean por tener aunque sea por un momento en su poder, el único ojo que poseen las tres, hasta los monstruos desean ver, hasta las Grayas se sienten solas y perdidas si no ven más allá de su ser, más allá de su espantoso ser.

Pero en realidad le tememos a algo que está muy dentro de nosotros, algo con lo que convivimos, todos somos ciegos, nuestros ojos no ven todo el tiempo, le tememos a nuestra propia oscuridad. El responsable de esta ceguera es el nervio óptico que en el punto donde nace no tiene células sensibles a la luz lo que crea el punto ciego, pero nuestro cerebro suple la información faltante con lo que ve el otro ojo, así vemos “por intervalos” tan rápidos que no nos percatamos de nuestra ceguera.

Con esa precaria visión nos enfrentamos a “esa especie de sombra que es la realidad que nos rodea” y nos damos cuenta que no todos vemos lo mismo y que no todos vemos: hay cosas que se nos escapan, hay realidades que no conocemos y no lograremos percibir nunca con nuestros propios ojos. Estamos inmersos en este mundo donde todo es como un gran punto ciego y donde, hagamos lo que hagamos, no veremos nada como realmente es.


*La autora es estudiante de Comunicación
en la Universidad de Buenos Aires.


[1] Personaje del Libro Sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sábato.
[2] Pag 23 y 24

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